Actualmente, mucho se dice de la relación de lo indígena y la naturaleza; de esta correlación, de las llamadas culturas étnicas y el medio ambiente, me referiré a dos percepciones específicas.
Algunas posiciones plantean la existencia del “buen salvaje” que, desde una visión romántica, exalta a algunos grupos humanos como los protectores innatos del planeta. Dicha postura refiere a un supuesto instinto que hace que las cosas, en este caso el pensamiento y práctica indígena, sucedan de una forma “natural”. Sin embargo, la postura asumida por estas culturas, me refiero a los indígenas, no se debe sólo al instinto ni mucho menos. Por el contrario, el pensamiento indígena y su práctica son producto de un análisis científico bien fundado en ancestrales conocimientos y saberes heredados de forma oral, iconográfica, mítica, ritual, etc. y posteriormente puestos en constante práctica hasta nuestros días.
Estas dos ideas nos llevan por caminos diferentes. Por un lado, la visión de la existencia del “buen salvaje” provocó la reflexión de la forma de vida occidental, consumista y “dueña del mundo”; provocando un reconocimiento moral de la importancia de la forma de vida de estos pueblos y su valor en la protección del medio ambiente. Por otro lado, a partir de la reivindicación y el empoderamiento del indígena, se habla del valor de dichos conocimientos y saberes, los cuales además de ser reconocidos moralmente son aceptados por los círculos científicos. El paradigma científico occidental tuvo que aceptar el valor y carácter científico de los conocimientos y saberes indígenas.
Estos caminos no terminan ahí. Continuando la primera vía, la visión de la existencia del “buen salvaje” puede llegar —o mejor dicho, llegó— a ser un buen pretexto para la conformación de políticas proteccionistas y paternalistas que fortalecen la relación de poder colonialista y vertical de los Estados sobre “sus” pueblos y naciones indígenas en el mundo, con el fin principal de proteger y controlar estas formas de vida armónica (supuestamente “para que no se pierdan”) en una suerte de museos vivos. Por la segunda vía encontramos una bifurcación. Por un lado, este reconocimiento del valor científico de los conocimientos indígenas hizo que los círculos cientificistas de occidente inicien la explotación de esta nueva mina de oro: los conocimientos indígenas; así se comienzan investigaciones para desentrañar los saberes indígenas y replicarlos en espacios urbanos —con otros nombres, colores y creadores, por ejemplo la medicina— pero con un carácter mercantil y de enriquecimiento. Por otro lado, el segundo ramal de la bifurcación, nos lleva al reconocimiento de la importancia científica de los conocimientos indígenas lo cual fortalece su papel político y, paralelamente, justifica su reivindicación; se demuestra que sus saberes, o sea su cultura, es un sistema de conocimientos y practicas bien fundado y por tanto aplicable en la actualidad.
Las practicas de esta relación indígena-naturaleza no son acciones innatas o sea inconcientes, como hemos visto, responden a practicas totalmente concientes que manifiestan formas de vida (que quizá no comprendemos) que entienden al medio que los rodea como totalmente interrelacionada a la vida humana. Este pensamiento se puede ejemplificar, en la concepción de que “todo tiene vida”, todo tiene ajayu (espíritu, en aymara), todo tiene su jichi o su iya (dueño, en mojeño y chiriguano-guarani respectivamente); cada espacio es sagrado, y en algún tiempo el ser humano supo dialogar con ellos. El dotar de vida a lo que nos rodea hace que nuestra relación sea horizontal y no vertical, nos lleva a una relación dialógica y recíproca.
Estos conocimientos y las prácticas culturales están tan interrelacionadas con el cotidiano que las vemos aplicarse incluso en la práctica festiva y musical. Este rol está íntimamente ligado a los ritos, donde ambos, forman parte vital de los ciclos climatológicos y de producción agrícola y pastoril y sus estadios análogos en el ciclo vital humano. Es así que existen alternaciones estaciónales de géneros musicales, danzas e instrumentos, que se asocian a los tiempos y contextos en los que se ejecutan (Mújica 2008). Por ejemplo, para los andinos aymaras, en términos agrícolas y musicales, el año se divide principalmente entre la época de lluvias (jallupacha) de crecimiento agrícola; y la época seca (awtipacha), de frío.
Incluso, esta relación conecta a la naturaleza con los muertos. Pues, la tierra es la madre, el vientre a donde retornamos al morir; y de donde nuestros antepasados salen en la celebración de Todos Santos, para ayudar o impulsar el crecimiento de los productos sembrados, especialmente la papa (Villarroel 2008).
Estas relaciones no sólo se justifican desde una percepción animista y espiritual, sino principalmente científica, demostrando cómo estas concepciones y prácticas se interconectan en la concepción del uso controlado de los recursos naturales; el cual busca el equilibrio necesario para su continuidad, para asegurar la existencia de alimentación, para ayudar a la continuidad de los seres que habitamos el planeta.
Por tanto, a partir de la valoración de los saberes y conocimientos tradicionales indígenas, se pasó del reconocimiento moral, al científico y se busca, hoy, su rol político. No como una postura de inclusión subordinada sino como una respuesta aplicable a las problemáticas actuales (donde el medio ambiental es sólo un ejemplo). Justamente, nos encontramos en un momento que posibilita esta participación activa, ya que a partir de la interculturalidad como política de Estado se busca hacer de Bolivia un país con carácter propio y contextualizado al entramado cultural que le da forma y vida.
Richard Mújica Angulo
Elaborado el 12 de abril de 2010
Artículo publicado en: http://es.scribd.com/full/54217773?access_key=key-2gnefdlknabquwimz2q3